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Cuentos y relatos de un nuevo mundo
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Gran Sacerdotisa
Desde la creación de la realidad por Ásag, los seres que poseen la libertad han ramificado todo lo concebido y lo han dividido accidentalmente en muchas “percepciones”. Cada percepción de la realidad es alternativa al resto, algunas se diferencian mucho, otras solo cambian en minucias.
En este caso, la narración transcurrirá en una percepción bien diferente a la conocida por la mayoría de humanos. Una percepción de lo externo en lo que todo ser vivo inteligente parece estar hecho por minerales y rocas, una percepción que comparte lirismo y melodía con la habitual humana, pero que contiene personajes mucho más interesantes.
En este “mundo”, convivía con la naturaleza una mujer conocida como la Gran Sacerdotisa(*). Su piel era de carbón, sus ojos de mármol, y la recorrían vetas de un bello color cobre. Llevaba pesadas joyas pertenecientes a sus ancestros, y un largo pañuelo que recogía algo similar a fuertes cabellos sobre su cabeza. Portaba raros y coloridos ropajes, y realizaba extrañas costumbres, todo con el pretexto de ahuyentar los males del mundo lejos de su cuerpo, en concreto, de su mente.
La Gran Sacerdotisa recibió un día una visita de una niña pequeña, cuyo cuerpo se formaba con una composición de piedra gris suave y pumita anaranjada. La niña se acercó a la casa de la Gran Sacerdotisa por consejo de su madre, pues en su interior había dudas que ella no era capaz de resolver.
La niña llevaba consigo un bello instrumento de madera blanca y metal plateado, mitad flauta y mitad saxofón; y mostraba en su rostro expresiones de tristeza y agobio. Cuando la niña se acercó a la Gran Sacerdotisa, que estaba tarareando una canción con voz grabe mientras marcaba el ritmo con un pequeño tambor de copa, esta última le preguntó a la pequeña:
— ¿Te has perdido? —preguntó la Gran Sacerdotisa, sin abrir los ojos, y aun disfrutando del tenue sonido del tambor.
— No, mi madre me dijo que viniera a verla a usted. Que usted puede ayudarme…
— No suenas como alguien que trae noticias felices o alegres, ¿vas a arriesgar mi tranquilidad y placer actual por un problema que nada tiene que ver conmigo?
— Mis padres me hablaron de usted. Me han dicho que les ayudó en el pasado, que sin usted ellos no estarían vivos.
— Bueno, no creo que sea así exactamente. Ellos podrían haber vivido sin mi ayuda, lo que de verdad importa es la forma en la que lo habrían hecho.
— Gran Sacerdotisa, yo… —intentó decir la niña.
— Sí… Tus padres fueron buenas personas… —interrumpió la Gran Sacerdotisa, levantándose y sonriendo como si recordase complacida alguna de sus muchas memorias—. Tu padre. Tu padre fue todo un hallazgo. Él posee un talento y convicción que muy poca gente posee. Puedo percibir lo mismo en ti. ¿Por qué vienes a mí si te pareces tanto a él?
— Porque no me parezco a él… —dijo la niña, casi poniéndose a llorar en silencio—. Yo quiero seguir sus pasos, pero, para mí, la música más hermosa sale siempre de este —dijo la niña mostrando el instrumento que llevaba en la mano—. Lo que ellos hacen no es tan bello como lo que se produce de mi instrumento.
— Pero… —ayudó a continuar a la niña la Gran Sacerdotisa.
— Pero no quiero hacerles sufrir. Mi hermano parece haber congeniado perfectamente con mis padres, pero, yo simplemente no lo consigo…
— El mal de música, ja. —dijo la Gran Sacerdotisa, sonriendo por la simpleza del problema, tras escuchar el problema de la niña—. Es algo común lo que me cuentas, la vida sería aburrida si a todos nos gustasen las mismas cosas. Es en el conflicto donde las chipas surgen, y de dónde vienen las templadoras ascuas. Lo que debes hacer es volver con tus padres, y debes aprender a estar en comunión con ellos. Todos deberíamos formar parte de una misma melodía, la diversidad de instrumentos solo la enriquecerá.
— Pero yo no quiero hacerlo. Quiero dar cada instante de mi vida para que los demás puedan escuchar bellas canciones, y no sería bueno que tocase con un instrumento que no es el más hermoso.
— Pequeña niña que aún no entiendes. Mírame a mí, yo no soy hermosa, incluso cuando aún era joven no era hermosa. Pero siempre tuve gente que me amaba, siempre hubo gente que me consideró la más bella entre todas. La sensación de belleza que algo te produce se puede escoger, es algo libre. El secreto reside en que todo puede ser bello si tú lo eliges. Si tú lo decides, será lo más hermoso que jamás hayas visto o escuchado.
— Entonces, ¿qué debería hacer? —preguntó la niña, que ya comenzaba a escuchar a la Gran Sacerdotisa.
— Tú lo sabes, no tengas miedo…
La niña se quedó unos momentos pensando en silencio, y después, tras apretar con fuerza el instrumento que portaba, dijo:
— No puedo, no debo hacerlo. Debo seguir lo que me dictan mis emociones, ellas conocen lo hermoso, no se equivocarán.
La niña se marchó entonces, y la Gran Sacerdotisa se quedó sola de nuevo. En la soledad de su humilde hogar, la Sacerdotisasiguió disfrutando del bello cantar de la fauna, y tarareó una oración para que el miedo y el egoísmo se despojaran de la pequeña infante. Posteriormente, la Gran Sacerdotisa se dijo a sí misma:
— Oh niña. Siempre habrá tiempo para que rectifiques tu camino. Pero ya te estás quedando sin el tiempo que deberías estar pasando en felicidad sincera. Ese tiempo jamás te será devuelto. Ese tiempo tendrías que pasarlo haciendo fuertes los elementos que te unen a los demás, y no desperdiciarlo buscando vuestras diferencias. Acalla tu razón, pues no es tuya ni de nadie, y es muy improbable que la lleves. Sustitúyela por libertad y amor.
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Gran Sacerdotisa: No está derivada.
- Para explicar a esta mujer de una percepción distinta a la nuestra, emplearé un texto no escrito por mí, Pavok:
“No se puede decir que esta mujer fuera propiamente hermosa, todo bajo la subjetividad de mi opinión. Solía llevar el pelo corto, o muy recogido, esto no me gustaba. Su mandíbula y barbilla eran pequeñas, poco desarrolladas, como echadas hacia atrás. Su nariz era grande y ancha, al igual que su boca y labios. Sus ojos eran intensamente negros, suelen gustarme este tipo de ojos, pero en ella se veían demasiado expresivos; era como si con ellos intentase hacer ver a los demás todo lo que pasaba por su creativa mente. Con la edad empeoró; le salió joroba, engordó, y perdió parte de esa vitalidad que siempre le acompañaba de joven. Eso respecto a su apariencia física, su apariencia sentimental era bien diferente. Aunque hubiera diferencias entre estas dos apariencias, la segunda tampoco me agradaba mucho. Por dentro ella era como una maraña mal cosida de emociones y dolores. Podía notarse. Podía respirarse cuando te acercabas lo suficiente a ella. Muchas veces, no sabías si decir algo la complacería, o si se enfadaría por alguna causa que debieras entender y no entendías. Era como tener un gran martillo en tu casa, siempre preparada para golpearte si no acertabas a dar en el clavo. ¡Ah! Y también estaban todas esas causa y luchas que ella libraba, eso era lo que más le complacía. Mucho más que descansar, que comer o dormir, incluso que cantar; eso era lo que le hacía ser ella. Pero… Pero ahora la echo de menos. No es que me gustase estar cerca de ella, si nos juntabas en una sala era imposible que no comenzásemos una discusión, creo que nos parecíamos tanto que nos repelíamos. Pero ahora la echo en falta. Me gustaba verla hablando a miles de personas, convenciéndoles de que debían actuar, de que debían luchar. Era una gran mujer, y aunque no fuera hermosa por fuera, y no la soportase por cómo era por dentro, creo que era la mujer más bella y comprensible del mundo. Ya sé que esto parece contradictorio, pero así es como lo siento. Analizándola con frialdad jamás podría gustarme, pero, dejando a un lado mi necesidad de perfección, ella es todo lo que una mujer debería ser. ¡Ja! Y luego estaba ese otro con el que ella se enfadó una vez, un hombre con una cara extraña, John el Coleóptero. Recuerdo una vez que ella se enfadó mucho porque él le dijo que no debía seguir intentando que la gente se rebelase contra lo establecido. Qué gracia, recuerdo verlos discutir y reírme por dentro.
Sobre todo, también me gustaba cuando arqueaba una ceja y te miraba como si te estuviera juzgando. Daría lo que fuera por verla de nuevo poner esa cara. Y también su sonrisa, casi se me olvida; también quiero verla sonreír una vez más.
A pesar de todo, creo que ella sentía que lo que hacía estaba bien, al menos hacía eso. Yo no puedo decir lo mismo. ”