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Cuentos y relatos de un nuevo mundo

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Principios I

El comienzo de esta historia transcurre durante el mes 3 del año 8 (años 214-217 aprox en tiempo prístino) del Waki-Reya.



Érase una vez un esmirriado soldado que se veía obligado a ir a conquistar nuevas tierras en nombre de su emperador. Aquel hombrecillo, flacucho y desnutrido, no hubiese podido matar a nadie ni aunque lo hubiera deseado. Pero, compensaba su falta de fuerza exterior con unos principios intachables, dominados por una voluntad de hierro.


Su elección había sido siempre no quitar la vida a ningún hombre, ya que, consideraba que uno solamente debe decidir el destino de aquello que le pertenece directamente.


El hombre no acostumbraba a realizar ejercicio físico, pues tenía contratados a labradores que se ocupaban del cultivo. Debido a los crecientes impuestos dados por la sequía del reino, se vio obligado a dejarles de pagar sus salarios. Como el hombre era prudente, había ahorrado algo, y pudo mantenerse un tiempo, pero, la sequía se alargaba, y debía tomar una decisión.


Para un hombre de esta talla, la guerra era el destino más aborrecible, pero le urgía la necesidad, su familia era numerosa y una gran escasez de agua azotaba sus tierras. Así pues, decidió marchar al campo de batalla para mantener, con sus honorarios, a su familia. Partió sin demora camino al frente, rezando todo lo que alguna vez le enseñaron, con la esperanza de volver a ver sonreír a su familia.


El primero de los kóef en el ejército lo pasó limpiando la sangre seca de las bigas, y le encargaron el cuidado de los animales que tiraban de estas. Pero pronto su suerte se acabó, y lo llamaron para formar parte de un batallón de hombres. Todos aquellos hombres tenían el mismo aspecto demacrado que él portaba. El hombre conocía bien las estrategias militares, su padre, un condecorado general, le enseñó todos los trucos y ventajas que se han de adquirir en la batalla, y él sabía que esos soldados no los poseían; era inevitable, todos morirían.


A pesar de su temor a la muerte, el instinto que le llamaba a huir no logro superar la fuerza de su voluntad. Solo le quedaba aferrarse a la triste y mellada daga que le habían entregado, y protegerse tras el escudo de madera húmeda y podrida. Avanzó de frente esperando ver pronto a su enemigo, y lo que vio le desanimó aún más.


Corriendo hacia ellos, como espíritus poseídos, venían un par de docenas de carros de guerra tirados por incitatus(*), presagios de su muerte. En ese momento se dio cuenta, todos ellos no eran más que un señuelo, todos sus compañeros únicamente eran carne de cañón para que el enemigo cállese en una trampa.


El hombre podría haberse rendido, podría haber pensado que ya no había esperanza para él ni para su familia. Pero, en cuanto la imagen de su familia llegó a su mente, algo se revolvió dentro de él. Nació en su interior una irá irrefrenable, que latía con el deseo de hacer pagar al responsable de utilizar a todos esos hombres como un simple cebo. A aquel que creyó que su vida valía más que la de ellos; ellos, que estaban a punto de morir sin siquiera saber por qué.


De pronto empezó a recordar todas las lecciones que su padre le enseñó. Calculó que quedaban unos pocos gnomones(*)(unos minutos en tiempo prístino) antes de la catástrofe. Y mandó en seguida que todos los miembros del pelotón formarán en torno a él, para que así pudieran oír el plan, y decirles que aún había esperanza de que sobreviviesen.


Ordenó a un grupo de hombres que fuesen al charco cercano que se encontraba a su derecha, y que empapasen los escudos de toda la compañía, luego debían colocarlos entre ellos y los carros.


Mientras tanto, ordenó a los que poseían un arco, quedarse donde estaban. Y al resto, seguirlo a él, con antorchas improvisadas, hechas con sus ropajes y prendidas con un poco de pedernal de algún soldado. Estas servirían como distracción.


El clima jugó a su favor, pues la niebla impidió que los hombres de los carros se fijasen en otra cosa que no fuesen las antorchas. Cuando todos terminaron sus labores y se reencontraron en la posición inicial, ya casi tenían encima al enemigo. Se prepararon para el ataque, con los arcos tensados y la guardia alta.


Llegó el momento crucial del plan, y, milagrosamente, todo pareció ir bien. Las antorchas vistas a través de la neblina, impedían a los que montaban los incitatus ver con claridad a los perpetradores de la emboscada, y, para sorpresa de los carros, el suelo que ahora pisaban parecía un cenagal, sus incitatus ya no podían avanzar y mucho menos retroceder. Los escudos empapados habían generado barro, y las patas de los incitatus se quedaban atascadas en los escudos, pues al estar podridos y húmedos, no se quebraban como la madera seca, solo se perforaban, atorando de este modo, entre barro y madera, al incitatus.


Si aun así no era suficiente, los arqueros comenzaron a disparar a los incitatus con el fin de enloquecerlos aún más. Los soldados enemigos fueron obligados a huir a pie mientras dejaban a sus incitatus en la lluvia de flechas. 

Sin embargo, un carro del flanco izquierdo no había caído muy profundamente en el barro y logró salir, enfurecido por la trampa, no quiso retirarse, y se dirigió a toda velocidad hacia los arqueros. Nuestro protagonista, al ver la situación, actúo con diligencia y logró subirse al carro enemigo, se enzarzó en una intensa batalla con el conductor, y siguiendo sus principios, logró derribarlo sin herirlo de muerte y lo tiró al barro.


Tomando el control del carro, se dirigió con solemnidad, mientras sus compañeros lo aplaudían, en dirección a la tienda del comandante jefe; aquel que había puesto en riesgo todas esas vidas de una forma tan deliberada. Al entrar, se encontró a un hombre rubio, de una belleza algo empalagosa, y extremadamente pálido. Este, estaba festejando y comiendo en la comodidad de su tienda. El gran estratega que acababa de salir victorioso ahora enloquecía de furia, se dirigió al joven comandante, que obviamente no entendía la esencia de la guerra y que seguramente nunca había pisado el campo de batalla. Y le dijo:


— Tú, maldito. Siervo del dinero y la soberbia, si ahora hallases la muerte lo celebrarían todos aquellos con los que has cometido males, y, con los que los cometerás. Más, por pobre que sea tu alma, sigo sin ser dueño de esta. Hoy considérate afortunado, pues perdono tu vida, pero de ningún modo serás indultado completamente.


Acto seguido, cogió la misma daga que se le había prestado para batallar, y le dibujó un tajo en el rostro. Parecía una grieta que se habría paso desde su puntiaguda barbilla hasta la sien izquierda.


— Acuérdate de este kóe, muchacho. —continuó el agresor—. Pues te he dejado sin herida alguna en los ojos para que aprendas y repares tus errores. Y recuerda que todas las vidas valen lo mismo que la tuya.


Después de actuar, el hombre se marchó raudo, sabía que si no se apresuraba sería detenido y encarcelado por los guardias del comandante. Más su agilidad no le bastó y fue detenido. Sin oponer resistencia, ya que, si se defendía cabía la posibilidad de herir a alguien de muerte, fue apresado.


Y así, un hombre justo y honrado era encarcelado por educar a un militar, que sobreestimaba su propia vida por encima de la del resto.



Raclul dijo: “Que tus actos sean causa, no causados”.

También dijo: “Esta historia aún está por terminar”.



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Gnomones: No está derivada.


- Unidad de tiempo alternativa, utilizada por la última dama del mundo prístino, y la primera del nuevo mundo, cuando pasó tantos años sola que perdió la noción del tiempo. Un gnomon equivale aproximadamente a 29 segundos del mundo prístino.



Incitatus:No está derivada.


- Animales completamente negros, con cuerpo de caballo y cabeza de serpiente. Los cascos de sus patas están hechos de un material rojizo bioluminiscente, debido a esto, durante la noyimia, sus pisadas son fácilmente reconocibles. Pero, no mucha gente se atreve a seguir a un incitatus salvaje, ya que, un simple vistazo a sus ojos, produce pesadillas durante 6 horas(aprox una semana en tiempo prístino).

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“Que tus actos sean causa, no causados”
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