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Escarceos

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4/9/2024

"Libertad" "Derechos" "¡Libertad!" "¡Derechos!" "Libertad..." "Derechos...". Esto era lo que gritaban una y otra vez los niños con aspecto de cerdos. Ya no tenía sentido para ellos, lo expulsaban de sus bocas por simple inercia. Y, mientras tanto, comían y comían sin descanso. Vomitando el azúcar que había por tierra, revolcándose en él, luego llorando sobre él, y, finalmente, volviéndoselo a tragar. Así una y otra vez, hasta que el azúcar fue degradándose cada vez más. Nadie podía hacer nada, ellos mismos eran demasiado débiles como para autocontrolarse, en lugar de eso, se eximían de toda culpa y responsabilizaban a su cuidador. Su cuidador, el hombre de corona dorada y mantos púrpuras, contemplaba con tristeza la escena.

Me acerqué al pestilente y nauseabundo corral, y quise decirle algo a aquel hombre que vigilaba los cerdos. Él se me adelantó: "Sé a qué has venido, debes matar a mis hijos, debes acabar con mi pueblo. Me los dieron, yo fui su soberano, pero cometí un terrible error. Ahora ellos sufren a causa de mi falta de visión." Aquel hombre poseía un corazón noble y justo, pero se había dejado llevar por la felicidad del mundo. Saqué mis propias conclusiones de este evento: la felicidad no es mejor que el placer, y estas dos no son superadas por la paz. En ese momento creí, y ahora también creo, que estas tres esencias deben permanecer en un intenso equilibrio. El hombre vestido de púrpura era evidencia de mi tesis; por exagerar hasta el límite la felicidad que él sentía, derramó la inmundicia y la perversión sobre la gente a su cargo.

No supe identificarlo muy bien, pero, de algún modo, podía imaginarme su historia. El soberano era un hombre de bien que amaba a su pueblo, les daba todo cuanto pedían, y repartía sus propios ingresos entre la gente que menos materia poseía. Con el descubrimiento de un nuevo mundo llegaron nuevos recursos y bienes de comercio, y el rey se ocupó de que todos pudieran disfrutar de las nuevas tenencias. Un granulado polvo blanco, transportado en cañas, fue la perdición de todos. El rey fabricó y cultivó azúcar en abundancia, y lo regaló para que todos supieran de su gran y estimulante sabor. Las consecuencias no llegaron con suficiente prontitud, y el pueblo del rey se perdió en la adicción y los hábitos malsanos. Los niños engordaron, sus padres los vendieron como ganado para comprar más azúcar, y todos perdían sus dientes para quedar malditos y no poder morder nada nunca más. La depresión sustituyó al esfuerzo y al regocijo de conocer los frutos de una buena jornada laboral. Y esta adicción se expandió por todos los lugares y rincones, la gente no podía controlar la necesidad de tomar cada vez más cantidad de azúcar. Se ponían enfermos y muchos morían, pero seguían ingiriéndolo sin descanso, como si fuera ya el único aliciente que mereciera la pena conservar. Todos culparon al soberano. Él les dio regalos, demasiados regalos. Sin dosificación ni control, los habitantes de su reino retornaron a su estado primigenio, se convirtieron en animales débiles y guiados por sus básicos instintos. Para justificar los levantamientos y los asesinatos, para argumentar la necesidad de conseguir más azúcar, se escudaron en ideas llenas de pureza. Gastaron y malvendieron el sentido de la libertad y el derecho, y los transformaron en pusilánimes herramientas para el control de masas.

Tras imaginarme el pasado del rey de corona dorada, él me miró, y me habló de nuevo: "Haz lo que debas, ellos ya no merecen más aprecio por mi parte". Entonces me metí dentro del corral y me preparé para acabar con aquella raza podrida e irresponsable, pero, el hombre añadió algo más: "Hay uno al que no debes matar. Todos podrían tener salvación, pero hay uno que es el más cercano a esta. Uno que nació después de todo el cúmulo de infortunios, desde entonces ha estado luchando contra corriente. De entre los débiles, él es el más fuerte." No me importaba lo que el rey me dijo, mataría a todos esos niños con forma de puerco, me daba igual si había alguno que no se había hundido tanto como los otros.

Avancé veloz y de forma contundente, cerré mi boca para no probar ni un ápice de la tierra azucarada, y fui atravesando a uno tras otro. Como una tarea cotidiana, hundía mis manos desnudas sobre la piel de aquellas bestias y les perforaba el estómago hasta llegar a la espalda. Cuando ya supe que estaba a punto de terminar, recibí un fuerte golpe en mi sien izquierda. Miré a mi alrededor algo aturdido, y contemplé quién era mi enemigo. Un niño, con menos desfiguraciones que los otros animales, me miraba con ojos serios y se colocaba en posición para lanzar un nuevo ataque.

Entonces comenzó un glorioso combate, una muestra de fuerza en aquella débil senda. Ese niño poseía rasgos de los puercos, pero estaba más limpio que sus compañeros, y, curiosamente, su aspecto parecía moldeado para no generar repugnancia.

Estuvimos peleándonos durante mucho tiempo, tanto que ya no sabía hace cuánto había entrado en aquel corral. Esa pelea cambió parte de mi viaje, en esa pelea aprendí dónde nace realmente la fuerza, y, sobre todo, esa misma fuerza germinada, qué aspecto tenía cuando se manifestaba en un único ser.

3/9/2024

El coloso estaba sentado sobre una gran roca, descansando contemplaba la inmensidad de los densos pastos cercanos a la casa del pintor. Vio, junto a mí, a la bella dama a la que abandoné. Mi compañera nos miraba desde lejos sin moverse, como si fuera un espectro destinado a atormentarme, como si fuera mi castigo por no cesar mi egoísmo.

El fuerte coloso me miró, y me dijo que me sentara a su lado. Por alguna extraña razón, sus indicaciones serenas me llenaban de calma. Obedecer sus órdenes no me producía más que confianza y templanza. No sabía si volver a dejarme llevar por mis sentimientos inocentes, no quería que me volvieran a traicionar. Sin embargo, cuando me senté donde él me dijo, entre oscuros y secos matorrales, sentí una sensación que jamás había experimentado. Sentí paz.

El coloso, cuando ya me hube sentado, me habló: "Ella no está bien ahora, su mente está dividida. No te acerques a ella, continúa tu viaje en solitario". Entendí que se refería a mi compañera, que nos miraba inmóvil, llena de heridas y vendajes improvisados. El coloso continuó hablando: "Ha venido aquí antes que tú, la he tratado para que sus heridas fueran menos dolorosas. Permanecerá en esta hacienda hasta que sane por completo. Ahora mismo no quiere acercarse a ti". No sentí lástima por esto último, aun estando en paz sentado en ese suelo, yo seguía siendo egoísta. Él aún tenía más que añadir: "Recoge el tomo negro, márchate hasta que completes la siguiente prueba. Luego regresa a esta casa. El objetivo de mi creador, el pintor de esta morada, es que consigas completar las 5 penas para que te puedas vengar en su nombre. Él odia a sus hermanos nacidos del Tercer Demiurgo, ellos lo encerraron aquí". Apenas me importaba aquella historia de castigo y venganza, yo solo quería comprobar si aún podía ser un ente libre. Hice lo que el coloso me dijo, me marché con el tomo negro en la mano, y no dediqué pensamiento o sentimiento alguno a lo que dejaba atrás.

Antes de marchar, cuando la paz se me fue al levantarme del suelo, el coloso me dijo: "Camina hasta el final de estos campos sembrados, ahí encontrarás tu siguiente pecado a expirar. Y, no temas... Aún hay esperanza, aún puedes ser llamado libre." Esas palabras estaban destinadas a reconfortarme, pero yo las sentí demasiado dulces, casi empalagosas.

Caminé en la dirección indicada, recorriendo los campos secos que rodeaban la casa antigua del pintor. Observé, que, cuando yo ya me había alejado lo suficiente, mi compañera comenzó a caminar para acercarse al coloso. Ella lo abrazó cuando estuvieron juntos, y confieso que sentí algo de envidia, seguro que ella ahora estaba disfrutando de la paz que yo había dejado de sentir momentos atrás. Llegué finalmente al límite de los campos amargos, y el suelo de infinita oscuridad volvió a extenderse sobre mis pies. Me costó mucho regresar a la oscuridad, estuve tentado de volver hacia atrás y permanecer en aquella calmante vivienda. Pero sabía que había cosas más importantes que lo que yo pudiera desear en ese momento, así que salí para verme rodeado de nueva y absoluta oscuridad.

Era cierto lo que me dijo el coloso, tras los campos encontré mi siguiente prueba. En la oscuridad vi una pequeña granja, con pequeños corrales con animales cuadrúpedos. En la entrada de la granja había un hombre con corona dorada y mantos púrpuras, me acerqué para hablar con él, pero me quedé paralizado al observar qué clase de animales había en los corrales. Eran niños, niños de piel rosácea con rabo de puerco. Eran gordos y asquerosos, y caminaban a cuatro patas mientras comían y se revolcaban entre azúcar mezclado con tierra y melaza.

Allí encontré el siguiente pecado, ¿Cuál sería la sangre que debía empapar el tomo negro esta vez?

2/9/2024

Nací solo y moriré solo. ¿Por qué el tiempo entre ambos momentos iba a ser diferente? Mis andares por la pena negra se hicieron largos y cada vez más costosos. Cada paso era más pesado que el anterior, cada segundo más lento que su predecesor. Aun así, seguí caminando.

No conocía mi destino, tampoco mi objetivo. Había fallado en mi misión, no era un ser libre. Ni siquiera tenía la voluntad suficiente como para imponerme un nuevo propósito, no tenía suficiente fuerza para escoger una nueva meta. Era un ser patético que no merecía atención ni tiempo de compasión, y, aun con todo, mi muerte no llegaba. Era como si ese lugar se burlase de mí, como si mereciera viajar por las sendas oscuras hasta que llegase el fin de los tiempos.

Cuando ya no hubo diferencia entre la oscuridad tras mis parpados y la que tenía delante de mí, y cuando me movía tan despacio que mi aliento era también el aire que debía respirar, entonces lo escuché. Un sonido que solo podía asociarse con la libertad y la rebelión, y sonido nacido tanto para romper como para formar melodías. Escuché el profundo y sensacional rasgueo de una guitarra. Solo una nota, solo un estruendo, eso bastó para disolver y allanar mi camino hacia su origen. No regresó de nuevo aquel sonido, pero caló tanto en mí que supe perfectamente en qué dirección había sonado. Caminé en aquella nueva senda, y llegué hasta el origen de aquel místico trueno.

Sentado en una endeble silla de mimbre y madera, con un sombrero que le tapaba la mitad del rostro, y observando un acuario con un camaleón vestido con una camisa hawaiana roja, estaba él. Él, uno de los más grandes, el único capaz de hablar con su instrumento musical. Se esfumó enseguida, solo vi un atisbo de su piel gris y rocosa, pero supe que su legado sería grandioso. Del espacio que dejó al irse, otro ser apareció. Era un hombre encapuchado, se parecía a mí, pero era más velludo, y medía varias veces mi altura. Su cuerpo era corpulento y atlético, tenía una cabellera oscura y enmarañada, y una densa barba que le hacía tener un aspecto agresivo. Me miró y me dijo: "Vengo en sustitución de tu anterior guía, yo sí seré fruto de la improvisación auténtica". No pierdas la esperanza, aún puedes ser un ente libre. Sigue mis pasos, te llevaré hasta mi creador." No sabía qué esperar de aquel gran hombre, pero lo seguí para ver qué podía ofrecerme.

Me condujo por las grandes llanuras oscuras hasta que llegamos a lo que él llamó "Su hogar de nacimiento". Se trataba de una casa castellana antigua, de tejado rojizo y paredes amarillentas, con patios interiores grandes y ventanas pequeñas. Y sobre el dintel de la entrada principal, una inscripción que decía: "la sordera quinta". El gigantesco humano se quedó fuera de la hacienda, y me dijo que yo debía entrar en aquella casa, que dentro había alguien que deseaba hablar conmigo. Entré y lo encontré todo casi a oscuras, las paredes eran blancas por dentro, pero muchas estaban cubiertas de grandes pinturas y cuadros. En el centro de una gran sala, con cara apagada y arrugada, y terminando de inspeccionar una esquina de una de las pinturas, estaba un hombre viejo que parecía estar siendo castigado sin motivo. El viejo pintor me miró y me dijo: "Mi coloso te ha traído hasta aquí, bien... Yo lo creé, lo hice para que fuera libre. Eso era lo que intentábamos...". Quise preguntarle quién era, pero él me respondió antes: "¡Yo soy el apogeo del arte, el dios de las obras manuales! Pinturas, óleos, grabados, dibujos, murales... ¡Todos deben su origen a mí! Y aun así me veo condenado en esta negra pena." No me gustaban sus fuertes voces, así que ignoré a aquel apático anciano, me cautivaron más las negras pinturas que había sobre las paredes, me llenaban de tranquilidad y amargura. El hombre, viendo que ya no le prestaba atención, me dijo más calmado: "Ese es el problema de ser sublime en las artes, que al final ellas hablan por ti. Y yo, el autor, quedo relegado a una segunda opinión. Mis cuadros me amordazan y tienen lengua propia..." Luego se quedó un rato callado, y, tras pensar, continuó: "Regresa con mi querido coloso, es el último de los suyos. Él te explicará lo que yo quiero, pero, que no puedo explicar por mi corta paciencia."

No le hice caso, los murales pintados que ahí había eran muy hermosos, me quedé varios días observándolos. Y solo cuando ya no podía sacar nada más de ellos, me marché al exterior de aquella gran casa de campo. Para cuando me marché, el anciano ya estaba quejándose y murmurando en otra parte de la casa.

En el exterior estaba sentado el coloso, fui a hablar con él tal y como el anciano pintor me había dicho. Pero, antes de poder decir nada, una visión me paralizó por completo. Una bella dama, de tez pálida y largos cabellos oscuros, me miraba con un ojo triste y otro iracundo. La dama estaba cubierta de heridas y vendas, y estaba de pie, muy lejos de mí, observándome a mí y al cercano coloso. Ya la había reconocido, era mi antigua compañera.

1/9/2024

Mi compañera seguía aún afectada por lo sucedido. Creo que no comprendía el lugar en el que estábamos. La llevaba en mis hombres, pues sus heridas eran tantas y tan profundas que no podía ni siquiera mantenerse en pie. Juntos fuimos al cadáver de la bestia y sus hijos, y allí, en las ruinas de la torre negra, empleamos la sangre de mis enemigos para escribir nuevas palabras sobre el tomo negro. Estas eran: "Aquellos que pensaron que comodidad era sinónimo de bienestar, estaban presos en la rutina. Pecaron por mil, pues desecharon todo su poder y posibilidades. Fueron cobardes y reservaron sus talentos, los enterraron en la tierra y no se arriesgaron a usarlos para beneficio de todos. La culpa les corroe y por eso se taponan los sentidos, para que estos no les delaten su pobre estilo de vida. Ahora han conocido la furia y el caos, un cambio tan abrupto los ha descolocado, pero, esto será temporal. Ahora su ceguera se detiene solo un instante, aquellos capaces de superar el temor a explorar su potencial verán sus sueños cumplidos. Los trabajadores han sido liberados al matar a la bestia, al asesinar a la necesidad social humana. "

Recogí el tomo negro, y cuando estuve a punto de dárselo de nuevo a mi compañera, me fijé en ella otra vez. Sangraba por todos lados, podían verse parte de sus músculos y huesos, su rostro estaba desfigurado y lleno de bultos; no era el hermoso presente que Ásag me había entregado. Decidí que la dejaría ahí, ya no la quería para nada. Ahora que sabía que no debía fiarme de nadie, y ahora que su pálido cuerpo desnudo ya no me excitaba, no encontraba ningún motivo para cargar con ella. Ya lo había advertido, ella no me importaba lo más mínimo, yo no era capaz de sentir nada por nadie. No conocía la empatía o la generosidad, estos eran opuestos a mí y solo le pertenecían a mi compañera.

Di media vuelta y continué mi camino, la dejé atrás y no sentí ninguna lástima. No sabía por dónde debía continuar ahora, así que caminé en dirección opuesta al camino recorrido, como si intentase escapar de aquella zona llena de debilidad y desperdicio de talento.

Tras andar un buen rato, siempre con los gritos y llantos de mi compañera escuchándose en la lejanía, me topé con el ser misterioso; el de las alas de murciélago y pelo plateado. Él me dijo: "Mi tiempo se agota. Incluso en esta pena, si destaco demasiado en tu historia no seré bien recibido. No pertenezco a tu realidad, soy un pensamiento heredado de otra narración. Mi sueño se ha visto ahora cumplido, ahora que se ha demostrado que no eres libre.". No sabía a qué se refería, así que seguí andando. "Por ahora no vas bien encaminado, te alejas de tu objetivo. Se te dio una naturaleza, la prueba de que tu libertad existe consistía en que fueras capaz de cambiar esa misma naturaleza impuesta sobre ti. No has sido capaz, y tu compañera ahora sangra en soledad por eso.". Justo en ese momento lo comprendí, lo que aquel misterioso ser me explicaba era la razón por la que jamás podría ser llamado un ser libre. No había cumplido mi meta, mi objetivo consistía en desarrollar una conducta alternativa a la mía propia. Mi fin de existencia era ser capaz de amar y empatizar con otros aun cuando nadie me había mostrado cómo hacerlo. Sin medio ni experiencia, si en verdad yo fuera libre podría haber cambiado esa naturaleza en mí. Los hechos me mostraban que yo no era libre. Esto me enfureció mucho, había fallado en mi razón de ser.

Pagué las consecuencias de mi ira con el misterioso ser, y mientras me acercaba para matarlo por la mala noticia que me había traído, él dijo unas últimas palabras: "Ya estaba cobrando demasiada importancia en este relato. No pertenezco a la improvisación de este autor, así que debo ser sustituido por un ente original y auténtico." No entendí sus palabras, pero lo maté aplastándole el cráneo con su casco de halcón negro.

Empape el tomo negro con la sangre de aquel ser, pero, esta vez ocurrió algo extraño. Su sangre no era roja, era negra con pequeñas motas brillantes. Esta no formó letras en el tomo negro, solo un símbolo extraño que demostraba el sacrificio. Olvidé el símbolo en poco tiempo, justo como el ser misterioso había dicho, como si no perteneciera a mí misma historia. Más tarde, cuando ya pasé por las cinco penas y se me reveló todo lo que debe acontecer, comprendí el significado de la marca y el halcón. Efectivamente, ninguno de los dos pertenecía a este relato, no eran más que un simple detalle honorífico. Solo eran el más alto respeto que un autor podía mostrar a otro. Un regalo en memoria de un gran ejemplo.

Tras esta divagación, continué mi caminar por la oscuridad de la pena negra. A partir de ahora, en soledad.

31/8/2024

Descubierto el nuevo pecado, sanado el mal, muerto el temeroso de Dios, la ballena se introdujo en el estómago del niño de madera. El agujero que dejó a su paso fue profundo y se hundía en el suelo de negro infinito. Los retumbantes cantos de la ballena llorosa se fueron apagando conforme esta última se hundía en la agonía de saberse en disposición de ser llamada bestia traga hombres.

Mi compañera me cogió del brazo y me indicó que debíamos continuar por el agujero en el estómago del gigantesco niño de madera. Por ahí encontraríamos nuestra siguiente prueba. Las paredes del túnel eran en un inicio de madera, pero, conforme aumentaba la profundidad, se fundían y mezclaban con la oscuridad del suelo que habíamos estado pisando. Avanzamos hasta llegar a un espacio de gran tamaño cubierto por pequeñas luces que enfocaban unos pequeños cubículos. En los cubículos había personas trabajando muy concentradas, todas tenían la vista clavada al frente, y sus extremidades estaban cosidas a la mesa que se les había otorgado. Sus ojos no tenían parpados, y su boca y oídos estaban tapados con paños sucios y viejos.

Mi compañera y yo no paseamos por el lugar, debíamos averiguar cómo purgar el pecado de aquella estancia, pero nos costó mucho averiguar cuál era. No ocurría nada si interactuábamos con alguien o algo, nuestra presencia parecía ser totalmente irrelevante. Las mesas y cubículos eran casi infinitos, campos y campos de espacios de trabajo que habían germinado como una plaga en aquella oscuridad subterránea. En este submundo estuvimos viviendo mi compañera y yo durante una temporada, y, con el tiempo, aprendimos las pequeñas y leves costumbres de aquellos que allí habitaban. Solo eran tres, tres eran sus normas. Primera: a una hora temprana del día, todos los que allí residían apoyaban su rostro contra sus mesas, y dejaban que un gran chorro de líquido marrón cayera sobre ellos; parecía ser una sustancia estimulante, pues, luego abrían sus ojos con mucha más intensidad. Segunda: a mitad de jornada, todos se ponían a gritar, a reír, y a hablar en tonos muy altos. Y tercera: cuando una gran alarma sonaba estridente en el espacio, todos los presentes comenzaban a bostezar y se autoconvencían en voz alta de que eran libres.

A mi compañera no parecía molestarle aquella visión, ella, que conocía los pecados de todos, y que también se preocupaba por el bien de los demás seres vivos, no se entristeció al conocer a estos trabajadores. Yo, sin embargo, no podía soportar aquella muestra de falta de valor y voluntad. Me dolía realmente el alma, como ningún otro dolor que hubiera sentido, esos débiles seres habían tergiversado sus mentes para convencerse de que aún tenían el derecho de ser llamados libres. Si mi compañera era opuesta a mí en todo, entonces ella debía ser muy feliz. Ver a todos aquellos trabajadores seguir su rutina debía ser placentero para ella. Ella no podía permitir el sufrimiento y la tristeza claros y bien definidos, pero, cuando estaban enmascarados y llenos de excusas, no era capaz de percibirlos. Yo, sin embargo, no podía ni contemplar la idea de preocuparme por la felicidad de los otros, pero, ante tal atentado contra el valor de la vida y la potencia, no podía permanecer sereno.

Mi compañera se vio ligeramente consumida por aquella realidad, un día me desperté a su lado y ella tenía parte de su cuerpo cosido al mío. Comprendí que mi compañera estaba desarrollando una forma de apego hacia mí, un apego similar al de los trabajadores a sus mesas y cubículos, un apego nocivo, asqueroso, y totalmente falto de fuerza o discernimiento. Me enfurecí, la despegué de mí arrancando piel de ambos cuerpos, y luego marché en solitario hasta encontrar el origen de la alarma que marcaba el comienzo de la tercera norma.

Llegué hasta una alta torre de piedra negra, en la cima, una bestia producía el sonido que delimitaba los ciclos de vida de los trabajadores. Subí los peldaños hasta lo más alto de la torre, y allí desafié a la bestia. La bestia tenía boca de placeres presentes, tenía imaginación para fantasías futuras, poseía extremidades para agarrarse a sus iguales y pelear por las migajas de otros. Además, ella misma se tapaba sus ojos y sus oídos, se mordía su lengua, y caminaba avanzando en su vejez anunciando frases célebres de autores repetitivos que marcaron su juventud; se movía torpemente intentando aparentar que sus actos eran decisión suya y que no se basaban en el caos de una sociedad manipulada por las apariencias. De un simple vistazo pude ver lo débil que era aquella criatura. Di la vuelta y me puse a su espalda, ahí descubrí lo que ya sospechaba, que esa criatura se había reproducido y tenía hijos. Una ridícula descendencia que solo servía para generar autocomplacencia en aquellos que la germinaron, una descendencia destinada a apaciguar la sensación de vivir una existencia sin propósito o sentido mayor que uno mismo, una descendencia destinada a cometer los mismos errores que sus antecesores. Extendí una mano, y con solo la fuerza de uno de mis dedos aplasté a toda esa raza de seres menores. La torre se derrumbó, y la alarma dejó de sonar. Regresé a donde había dejado a mi compañera, allí contemplé las consecuencias de liberar a todos los trabajadores de sus propias ataduras.

Los trabajadores, despegados de sus mesas y cubículos, ociosos por no haber sido capaces de encontrar un propósito en su vida, se habían vuelto unos contra otros. Habían peleado, muerto, devorado, violado, perseguido, ocultado, temido, llorado, y, finalmente, con las tripas de sus compañeros y vecinos, se habían vuelto a coser a sus mesas y cubículos. Mi compañera estaba en un rincón llorando desolada, no comprendía tanto dolor y destrucción. A ella también la habían torturado y mutilado, ya no era bella como antes. Pero, aun así, aunque ella ya no me suscitase ningún tipo de excitación, la recogí y la llevé en brazos.

Ambos regresamos a la torre derruida, ella me pegaba con fuerza y me arañaba por lo que yo había hecho. Por haber causado todo ese mal, ella pensaba que yo merecía su silencio y castigo, ella no me miró a los ojos hasta que dejamos la larga zona de los trabajadores sin libertad.

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“Que tus actos sean causa, no causados”
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